Respuesta.

He tenido una sensación extraña, muy guay, como por un instante he vuelto a pensar como pensaba antes. Cuando no tenía que trabajar, cuando no me preocupaba el dinero, cuando solo iba siendo y las cosas salían o no, cambiaban o no, y daba igual todo porque todo estaba bien. Y de pronto no sé.

He entendido por qué las fotos que hago no tienen sentido porque son impostadas, porque -de hecho- no lo tienen. He identificado mi falta de emoción, mi encorsetamiento en algo que no arranca. He identificado este vacío que surgió del miedo.

La sensación extraña ha sido como si a la pregunta hecha por nadie: ¿Que harías ahora? Pudiera responder lo que quisiera.

Y la pregunta tenía respuesta.

¡Tenía respuesta! Y no era un no sé. Y no era un me da igual. Y no era un necesito dinero. Y no era un lo urgente no me deja hacer lo importante. Y no era quizás algún día pueda hacerme esa pregunta. Era, sin más, una respuesta.

Qué loco.

Símbolos de sí mismas.

«Siempre prefiero trabajar en el estudio, aísla a las personas de su entorno. En cierto modo se transforman en símbolos de sí mismas. Con frecuencia tengo la sensación de que vienen a fotografiarse igual que si acudieran a un médico o a un adivino: para descubrir cómo son. Así que dependen de mí, tengo que comprometerlos. De lo contrario, la fotografía no tendría atractivo. La concentración tiene que surgir de mí e involucrarlas a ellas. A veces alcanza tal intensidad que ni se oyen los ruidos del estudio. El tiempo se detiene. Compartimos una intimidad breve e intensa. Pero es gratuita, no tiene pasado no futuro, y cuando la sesión ha terminado, cuando se ha fijado la imagen, no queda nada excepto la fotografía. La fotografía y una especie de embarazo. Los clientes se van y no los conozco. Apenas he oído que dijeron. Si una semana más tarde los encuentro en cualquier parte creo que no me reconocerían, porque es como si en realidad yo no hubiera estado allí. Al menos la parte de mí que estaba, está ahora en la fotografía».

Richard Avedon.

Algo que escribí después de leer Hacía una filosofía de la fotografía de Vílem Flusser

Apasionada y pasiva

Dice que la libertad es lo mismo que jugar contra los aparatos. Y yo le respondo que no hay nada mejor que disfrutar de un vicio hasta la saciedad y luego abandonarlo para retomarlo al tiempo de otro modo, en otro límite. La libertad no es no depender de nada sino amar las dependencias. Y dejar de amarlas. Y abandonarlas. Y volver a amarlas. Y retomarlas. Mi cámara me hace libre del mismo modo que puede no hacerlo: solo es cuestión de decisión, sentimental o mental, retractable.

Dice que las máquinas no solo nos roban el trabajo sino que también nos alienan, nos separan de nosotros mismos, nos interesan ¿Nos aliena todo lo que nos atrae?

Víspera de una entrega de cosmología

Quiero conquistar algo. No sé bien el qué: las palabras, el tono, las estrellas. Me moría por encontrar mi voz ¿Sabéis? Hay quien dice que la tengo. Por eso puse todas las fotos en blanco y negro, por eso me obsesioné con componer. Por eso acabe olvidando todo eso. Por eso llegue al vacío. La voz no se impone ¿O sí? La voz sale de dentro, como una idea fortuita ¿La voz surge o se encuentra? Solo sé que no tengo voz. Pero aún hay tiempo. Me gusta la interrupción de los momentos. Me gustan los momentos que crean gestos. Me gusta cualquier lugar, por eso rompo el fondo. Me gusta pensar en mí en vez de escribir ese ensayo de estrellas.

Diógenes de ideas

«La cantidad de fragmentos me des desgarra«

Alejandra Pizarnik

Tiene que haber una forma más eficaz de escribir un ensayo. Hubo un tiempo en el que era incapaz de comenzar algo nuevo sin acabar lo empezado. Hoy todo se acumula a mi alrededor abierto, esbozado, como montañas de folios, papeles y libros, de fotos que buscar, de reseñas que hacer, de películas que analizar, de notas y más notas, de citas y más citas, de documentos y más documentos en una carpeta inabarcable de este ordenador.

Tiene que haber una forma más eficaz de escribir un ensayo. Todo consista quizás en encontrar un método. Un método mejor que desear que el caos se convierta en orden; de pasar los días y las noches rehaciendo Índices removiendo ideas y de nuevo las notas y más notas, las citas y más citas, los documentos y más documentos y el ensayo que no llega y yo aquí contando palabras.

Tiene que haber una forma más eficaz de escribir un ensayo. El problema quizás sea el ansía de perfección. Esta maldición flaubertiana de volver y volver sobre lo escrito, las notas y más notas, las citas y más citas, los documentos y más documentos siempre sobre mi cabeza, corregir y desarrollar para luego nada. Una obra siempre imperfecta en bandeja de plata para mis críticas.

Tiene que haber una forma más eficaz de escribir un ensayo. O un ensayo más eficaz de escritura. Esta idea surgió de una nota, no tengo cita, solamente un documento: Solo sé escribir si es como ensayo.

Tarde en el cine

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Fuí a ver ‘Dolor y Gloria’ (2019) de Pedro Almodóvar al cine con mis padres y al salir descubrí con sorpresa que cada uno de nosotros resaltaba una escena distinta:

Mi padre, aquejado de artrosis, disfrutó viendo como el protagonista, Salvador Mallo (Antonio Banderas), enumeraba sus males hacia el inicio de la película. No recuerdo muchas películas que enumeren el dolor físico del paso del tiempo. El cansancio de hacerse mayor.

Mi madre identificaba con orgullo a su tía abuela en la figura de esa madre joven (Penélope Cruz) que quiere sacar adelante a su hijo y no encuentra otra forma que ganarse el favor de la iglesia, es decir, conseguir que su hijo ingrese en el seminario. Le gusta la historia que cuentan los flashbacks de Salvador niño, la de una mujer antigua capaz de ingeniárselas para conseguir un futuro para su hijo y que no encuentra -ni necesita- el favor del marido que dicen siempre está en el bar.

Para mí la escena a resaltar es ese diálogo en la vejez de madre e hijo: “¿Te he fallado simplemente por ser como soy?” “No era el hijo que tú esperabas” son algunas de las frases que le dice Salvador a su madre ya anciana (Julieta Serrano) cuanta fuerza. Un ajustar cuentas con el pasado sin que se dañe el presente.

‘Dolor y Gloria’ ha tenido la capacidad de que tres personas en fases distintas de nuestra vida hayamos sido capaces de sentirnos identificadas, comprendidas y ha sido capaz de emocionarnos. Podría hablar de obra culmen, de como todos los temas presentes en su filmografía se encuentran aquí magistralmente, de lo divertido que resulta la deseada confusión entre director y personaje; podría hablar de todas las películas en la que sus directores se deconstruyen (y autocomplacen); de las cientos de referencias que ‘Dolor y Gloria’ guarda, de lo que me gusta que Almodóvar grabe libros en todas sus películas, de lo maravilloso de la puesta en escena, del maravilloso papel de todos los actores (incluído Asier Flores), de lo genial de la fotografía… pero el motivo real de que ‘Dolor y Gloria’ merezca mis dieces ha sido este: nos ha gustado a los tres.

Noème: ça-a-été

A veces querría tener la delicadeza de los lirios al crecer
sonar como el viento meciendo hojas
ser blanca muy blanca
vestir vestidos de seda
y andar de puntillas
sobre el césped
mientras cantan pájaros dulces
y todo es azul y todo es verde
y todo es claro y suave y tierno

Otras veces querría tener el valor de cualquier queer
salir en tetas por la noche
mearme en cualquier esquina
y pintar mi piel, mi pelo, mis uñas
y gritar como gritan las bestias heridas
y rugir como rugen las fieras
que quieren vivir
y morder y atacar
y pintar paredes y conquistar ciudades
y que todo sea amarillo y negro y neón

Y ahí estoy

oscilante
entre dos realidades antagónicas
que sin embargo soy

ser
es no preocupase de quien se es
por eso a veces soy lirio
por eso a veces soy rosa
por eso pinto mi piel, mi pelo, mi carne
por eso araño y acaricio
por eso muerdo y grito y beso
por eso

Proyectos fallidos: placer y goce.

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He encontrado una vieja caja que guarda los restos de mi breve incursión en la fotografía química. Hay negativos de mi infancia que pedí por casa y nunca llegué a positivar; también el único negativo que he revelado en toda mi vida con algunas fotos de finales de 2011 y algunas otras de principios de 2012 pero sobretodo huecos en blanco de película no expuesta. Hay positivados de ese carrete en los que apenas se distingue nada aunque yo sé que son Ana Suanes tomándome fotos con mi cutre Olympus digital y el árbol de mi ventana de aquella casa en los Bermejales que tan en la puñeta estaba de todo. Hay positivos de un carrete que no fotografié yo en el que los blancos no son blancos y lo más nítido que aparece son las huellas de mis dedos por tocar directamente el papel para sacarlo de no recuerdo qué líquido. Y también hay un par de carretes de polaroids que compré caducados y que solo fueron capaces de dar una imagen verdosa y difusa de lo que quiera que yo fotografiase, indicios de realidad pero no iconos. De estos intentos fallidos con lo químico salieron otras cosas que yo no esperé: un autorretrato digital en el que me tapaba los ojos con una tira de negativos; un retrato en el que comparaba el color verdoso liso de una de estas películas de polaroids caducadas con los ojos de quien la sujetaba a la altura de su cara; y una serie de ilustraciones torpes que tomaban como base las líneas que se intuían de esas emulsiones a medias.

Hay dos nostalgias que se mezclan en mí mirando las fotos de esta caja. De una parte el apego a aquel año con todos sus paisajes y personas del que estas imágenes son una parte ínfima y que tan rápido pasó y que significó tanto; de otra parte la añoranza del juego, cuando solo se trataba de probar por probar, cuando daba igual si las fotos salían o no porque siempre salía algo y con eso bastaba, cuando no había ni proyectos ni guiones ni referencias ni resultados ni maestros, solo un lenguaje y yo intentando aprender ese lenguaje sin nunca llegar a hacerlo. Cada tiempo tiene su paisaje y hoy todo es más consciente, menos torpe, más pesado, pero los auténticos momentos de goce siguen siendo aquellos en los que la espontaneidad lo inunda todo, en los que nada importa nada y solo hay fragmentos. El placer de la obra es un placer distinto al goce, más grave, más estanco, más definitivo ¿más ajeno?

Se ha roto mi riñonera de cuero.

Quienes no comemos carne (y quienes hacen algo más que no comer carne) tenemos sobre nosotros la lupa de la contradicción. Poco importa si somos de los que tratamos de convencer a nuestro entorno de los beneficios personales y ecológicos de nuestra forma de vivir o si simplemente somos de los que nos limitamos a existir -sin hacer ruido- de una forma acorde a nuestro sentir y pensar: siempre habrá alguien que se acerque a nosotros preguntándonos a la defensiva “¿Por qué lo hacéis?”

Y lo hacemos por motivos archiconocidos que van desde una empatía con el mundo animal y un rechazo al maltrato de la industria cárnica, una preocupación por el medio ambiente y el malgasto de recursos naturales, pasando por la propia salud personal apostando por una nutrición más equilibrada y consciente. No es mi intención profundizar ahora en estos motivos y todos sus matices sino en la respuesta a la que siempre se acaba desembocando en el transcurso de la conversación: “Te contradices”.

Y hay muchas formas de contradecirse. Bien puede ser que asesinas mosquitos y cucarachas; que bebes coca cola; que en el improbable caso de que tu avión se estrellase en los Andes y sobrevivieras serías capaz de comerte a otros humanos por necesidad; que comes vegetales que “también son seres vivos” o que “tu riñonera es de cuero”.

A la estudiante de filosofía que tengo la particularidad de ser le sería fácil zanjar la discusión argumentando que dicha contrarréplica no es más que una falacia ad hominem que sin duda no desmonta la creencia de que el vegetarianismo o el veganismo son opciones respetables y preferibles a una alimentación estándar. Pero todos sabemos que este tipo de argumentos son de poca eficacia en el mundo real.

Desde el posmodernismo que profeso me sale gritarle al universo que la contradicción está infravalorada, que no hay mejor defensa contra el dogmatismo que pequeñas dosis de discordancia interna, que el no creerse en posesión de la verdad absoluta nos ayuda a cohabitar. También desde mi izquierdismo me sale decir que es imposible no contradecirse en un mundo capitalista globalizado donde es imposible saber de donde proceden y que conllevan los productos que tan fácilmente consumimos. Incluso desde mi misticismo tan naíf me sale parafrasear aquello de que el horizonte siempre se aleja pero nos sirve para caminar, llegaría a aceptar que el objetivo final es la ausencia de contradicción pero que mientras tanto pues habrá que ir caminando (o revisando ciertos hábitos).

Sé que este impulso irrefrenable de llamar hipócrita a quienes toman partido por algo nace de un anhelo conservador de quienes no quieren cambiar su status actual. Lo que no sé si ellos saben es que el hecho de que yo prefiera una forma de vida a otra no es necesariamente un ataque frontal a su modo de ser. Es lo que tiene la contradicción, es lo que tiene vivir la transición como un proceso y no como una revelación celestial: que conlleva una empatía. No intento convencer a nadie con argumentos racionales de que ciertas conductas son preferibles a otras -aunque a mí me convenza-; no miro con condescendencia a los que no piensan como yo pensando que están equivocados y que algún día se darán cuenta de la verdad -aunque yo la considere verdadera-; me contento con crear la experiencia de que es posible: demostrar que no necesito carne para vivir; demostrar que soy más saludable desde que cambié mis hábitos; sentirme menos copartícipe de cualquier asesinato animal; enseñarme a mí misma que mi vida es mejor así. Y hoy desprenderme con nostalgia de mi vieja riñonera de cuero que me acompaño a tantos sitios y me gustaba tanto y colocarme en la cadera la nueva que es de tela. Otra contradicción menos, de esas que no quiero que acaben nunca.