He encontrado una vieja caja que guarda los restos de mi breve incursión en la fotografía química. Hay negativos de mi infancia que pedí por casa y nunca llegué a positivar; también el único negativo que he revelado en toda mi vida con algunas fotos de finales de 2011 y algunas otras de principios de 2012 pero sobretodo huecos en blanco de película no expuesta. Hay positivados de ese carrete en los que apenas se distingue nada aunque yo sé que son Ana Suanes tomándome fotos con mi cutre Olympus digital y el árbol de mi ventana de aquella casa en los Bermejales que tan en la puñeta estaba de todo. Hay positivos de un carrete que no fotografié yo en el que los blancos no son blancos y lo más nítido que aparece son las huellas de mis dedos por tocar directamente el papel para sacarlo de no recuerdo qué líquido. Y también hay un par de carretes de polaroids que compré caducados y que solo fueron capaces de dar una imagen verdosa y difusa de lo que quiera que yo fotografiase, indicios de realidad pero no iconos. De estos intentos fallidos con lo químico salieron otras cosas que yo no esperé: un autorretrato digital en el que me tapaba los ojos con una tira de negativos; un retrato en el que comparaba el color verdoso liso de una de estas películas de polaroids caducadas con los ojos de quien la sujetaba a la altura de su cara; y una serie de ilustraciones torpes que tomaban como base las líneas que se intuían de esas emulsiones a medias.
Hay dos nostalgias que se mezclan en mí mirando las fotos de esta caja. De una parte el apego a aquel año con todos sus paisajes y personas del que estas imágenes son una parte ínfima y que tan rápido pasó y que significó tanto; de otra parte la añoranza del juego, cuando solo se trataba de probar por probar, cuando daba igual si las fotos salían o no porque siempre salía algo y con eso bastaba, cuando no había ni proyectos ni guiones ni referencias ni resultados ni maestros, solo un lenguaje y yo intentando aprender ese lenguaje sin nunca llegar a hacerlo. Cada tiempo tiene su paisaje y hoy todo es más consciente, menos torpe, más pesado, pero los auténticos momentos de goce siguen siendo aquellos en los que la espontaneidad lo inunda todo, en los que nada importa nada y solo hay fragmentos. El placer de la obra es un placer distinto al goce, más grave, más estanco, más definitivo ¿más ajeno?